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«Aquí yace enterrada Perusina, y ninguna mujer hay más meritoria. Apenas una o dos, de entre muchas, parecen haber sido tan obsequiosas. ¡Tú, tan grande, guardada en una urna pequeñita! ‘Cruel responsable del destino e implacable Perséfone, ¿por qué os lleváis lo bueno y se queda aquí lo malo?’ Todos lo preguntan y ya me canso de responder; derraman lágrimas, signos generosos de su corazón. Decidida, íntegra, tenaz, irreprochable, guardiana de lo más leal, intachable en su casa, y de sobra intachable fuera de su casa, conocidísima por todos, era la única que podía afrontarlo todo; de conversación discreta, resultaba irreprochable. Fue siempre la primera en abandonar el lecho, y también la última en irse a descansar tras haberlo dejado todo en orden; la lana nunca se apartó de sus manos sin una razón, y nadie la superaba en ganas de agradar; sus costumbres eran muy saludables. Nunca pensó en sí misma, nunca se consideró libre.
Bella, de ojos hermosos, cabellos de oro, y conservó en su rostro una belleza de marfil como dicen que no ha tenido nunca ninguna otra mortal; y en su níveo pecho, el encanto de su pequeño pezón. ¿Y qué decir de sus piernas? Atalanta, su mismo porte elegante. No anduvo siempre preocupada por su aspecto, sino que era hermosa por su grácil cuerpo. Lucía una piel lisa, sin ningún tipo de vello; la culparás tal vez de que tuviera las manos ásperas: pero nada le parecía bien sino lo que ella misma hacía con sus propias manos. No tuvo ningún interés en saber nada de nadie, pensaba que con sus asuntos ya tenía suficiente. Y vivió sin que nadie hablara mal de ella, porque nunca hizo nada reprochable. Mientras vivió guió de tal manera a dos jóvenes amantes, que enseguida llegaron a asemejarse al modelo de Pílades y Orestes: una misma casa los acogía y un mismo pensamiento tenían ambos. Ahora, sin ella, alejados uno de otro, envejecen: lo que una mujer semejante fue capaz de forjar, ahora un solo instante ha sido capaz de destruir. Acordaos de lo que en otro tiempo fue capaz de hacer una mujer en Troya –y os ruego que esté permitido utilizar un ejemplo grandioso para un asunto menor–.
Estos versos, llorando sin cesar, te dedica como regalo a ti, que te has ido, tu patrono, de cuyo corazón nunca te has alejado, versos que considera un grato regalo a las personas perdidas; tu patrono, a quien ninguna mujer después de ti le parece buena, que vive sin ti y, aun estando vivo, ve ya cercana su muerte. Él trae tu nombre, Potestad, grabado en letras de oro; y lo lleva consigo en el brazo, para poder conservarte junto a él. Y cuanto mejor sea mi elogio, tanto más tiempo permanecerás viva en mis humildes versos. Guardo tu imagen en vez de tu persona, como consuelo, y la adoro y le ofrezco guirnaldas de flores y, cuando me una a ti, me seguirá también acompañando. Pero ¡pobre de mí!, ¿a quién voy a confiarle tan solemne encargo? Aunque, si hubiera alguien en quien pudiera confiar, sólo con esto, tras tu pérdida, tal vez podría ser feliz. ¡Ay de mí!, has acabado conmigo: mi suerte es la tuya.
Quien sea capaz de dañar esto, se atreverá también a dañar a los dioses. La que en este epitafio se ensalza, creedme, tiene categoría divina.»
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