El primer golpe a la vanidad humana, se lo dio Copérnico al demostrar que nuestro planeta no es el centro del universo, sino que formamos parte de una galaxia, y no especialmente grande, sino una entre millones y millones de otras más. Somos apenas una mota de polvo en el universo.
El segundo se lo dio Darwin al demostrar que el hombre no es eje y flecha de la creación; que no lo creó Dios como ser único, en un jardín edénico, sino que es producto de una evolución animal. El rastro del desarrollo del hombre puede seguirse hasta los más elementales invertebrados para encontrar que tenemos más en común con el mono de lo que a veces estamos dispuestos a reconocer.