Hoy me he encontrado a mi amigo Rober, a quien hacía por lo menos 10 años que no veía.
Me ha contado que su hija de 12 años pesa ya 80 kilos.
Y me lo ha contado con orgullo.
Rober nació en la peor familia que he conocido. Él y su hermano tuvieron que crecer muy rápido para defenderse a hostias de la violencia extrema de su padre, hasta que este les abandonó.
Su madre, una alcohólica agresiva, a veces denunciaba a sus propios hijos.
Rober se puso a trabajar a los 14 en una carnicería. Los patrones descubrieron que era un portento físico. Despiezaba y repartía en bicicleta como una máquina.
Antes de cumplir los 18 ya era cabeza de familia, lo eximieron por eso del servicio militar.
Su hermano daba mucho miedo. Apuñaló a un basurero porque había atropellado (sin querer) a la mujer de un conocido. Una noche me enseñó una pistola que llevaba encima, metida en la caña de una bota alta. Acabó en la cár,cel.
Pero Rober, por un puto milagro, salió buena persona y encima listo.
Rompió con su familia. Y sus amigos pasamos a ser su familia.
De chavales escalábamos juntos, íbamos a la montaña. Él me enseñó a escalar en roca y a caminar con crampones, a detener una caída con el piolet por los montes congelados de la sierra de Béjar.
Él acabó montando su empresa de albañilería sin andamios. Le fue y le sigue yendo muy bien. Un tío listo, bien listo. Se casó con otra vieja amiga mía. Tuvo dos hijas.
Siempre estuvo orgulloso de la fuerza de su hija mayor. Siempre presumió de que fuera “una jabata”.
Hoy me ha contado presumiendo que el otro día él y su hija de 12 se hicieron 25 kilómetros de montaña. Que la que apretaba era la niña. Me ha contado que su hija levanta a su socio a pulso. Que está muy grande.
A Rober su fortaleza le salvó y le dio la vida. En la jaula de lobos donde se crio. En el trabajo en la carnicería. En su empresa de albañilería.
Su hija tiene 12 años, es muy fuerte y su padre no puede estar más orgulloso de ella.