Voy a las clases de pilates que entran con la suscripción del gimnasio.
En una vasta sala nos disponemos 30 desconocidos con esterillas plateadas.
Suenan grandes éxitos del rock en versión balada acústica.
Ponen luces ambientales, pero no deben tener tonos cálidos, porque el ambiente es como de local de cruising low cost.
En medio de aquello, una VERDADERA profesora de pilates trata de dignificar que la empresa le haya obligado a trabajar con un gorro de bruja puesto (halloween).
La profe nos invita a hacer la clase sin calcetines.
Yo siempre la hago sin calcetines.
Pero nadie se los quita.
Se resbalan, hasta se caen, pero casi ninguna de las 27 mujeres y 2 hombres asistentes se los quita.
¿Por pudor? No. Toda esa gente va a la piscina y camina por la calle por sandalias.
No, es por temor; por temor a ser la bomba fétida.
Y efectivamente, al cuarto ejercicio me llega un nauseabundo olor a pies.
Mientras llevo mi cuerpo y mente al límite intentando ejecutar yoga para septuagenarios, mi sistema de vergüenza se pone en funcionamiento.
¿Seré yo? ¿Será mi esterilla? ¿Serán los balones? ¿Serán otros pies, pies cuya potencia olorosa traspasa cualquier calcetín?
Ese juego; adivinar quien apesta un habitáculo cerrado.
Ese juego que a veces te pilla en el metro, otras en un aula, otras en clase de pilates.
Trato de no dejarme guiar por prejuicios, mantener la mente abierta; la persona más insospechada puede ser el origen del cultivo fúngico más penetrante.
Recuerda: CASI NADIE se ha quitado los calcetines.
Descarto, en primer lugar, a quienes nos los hemos quitado.