Ayer por la mañana iba yo así, descuidado por la calle como de costumbre, camino de mi bar de cabecera, cuando reparé en uno de los árboles que flanquean la travesía del pueblo. Es un árbol grande, de hoja perenne, aunque ahí terminan mis conocimientos de botánica. Sin embargo, y aunque ese árbol está ahí todos los días (cosa curiosa, nunca se mueve del sitio), sólo ayer reparé en la espectacularidad de su copa, frondosa, verde como la madre que la parió; todo un desafío al frío otoñal y una promesa escrita en los ojos de que vendrán mejores tiempos, que estos días cortos, encapotados y ventosos no son sino un paréntesis. A uno y otro lado de ese árbol, una larga hilera de pinos, también grandes y de amplísimas copas, terminaban de dibujar el paisaje de la calle por donde el tráfico transportaba a la gente a sus quehaceres. Esos árboles son como una frontera, un parapeto entre la prisa de los coches y la quietud del resto del pueblo.
Y entonces me vino una de mis ideas recurrentes en todo este año, y es que en cualquier otro universo, yo no debería estar mirando ese árbol, sino encerrado en una oficina, o peor aún, formando parte de ese tráfico de la travesía. Y, en fin, sonreí para mis adentros y seguí mi camino hacia el bar.