Ayer vimos “La zona de interés”, una película que muestra la vida de la familia del director del campo de concentración nazi de Auschwitz en su momento de máxima actividad.
Su familia vive en una gran casa solariega anexa al campo de concentración, donde hacen una vida propia de la burguesía rural: hacen comidas y cenas familiares, cuidan un bellísimo jardín ornamental, los niños juegan...
El padre (alto mando de las SS que dirige el exterminio) lee cuentos infantiles a sus pequeños hijos cuando se van a la cama, se los lleva de excursión en verano a bañarse al río, cuida de sus animales... También tienen conflictos familiares totalmente normales.
Y mientras ocurre todo eso, sentimos el campo justo al otro lado: vemos las columnas de humo de los hornos crematorios funcionando día y noche tras el muro; oímos disparos y persecuciones de los vigilantes; vemos a prisioneros que esclavizados como servicio doméstico…
Toda la película está concebida para sentir la violenta superposición de dos realidades que parecen completamente irreconciliables pero que conviven.
Por ello, no es tanto una película sobre el holocausto judío, sino sobre la banalidad del mal.
Hannah Arendt ya postuló en los cincuenta esta teoría; que los más malvados a menudo llevan vidas tan estructuradas en sociedad como las de la gente (auto) denominada normal, y son capaces conciliar la responsabilidad y el amor hacia sus familias y colectivos, con la ejecución de las mayores atrocidades y crímenes contra la humanidad de “los otros”.
La peli me ha hecho pensar en las “zonas de interés” que he tenido cerca.
Me han venido a la mente desde “traders” que conocí en mi etapa en China (gente que se dedicaba a buscar las fábricas que manufacturaban más barato), hasta mi propio abuelo, que fue soldado en la Guerra Civil y teniente-coronel durante el franquismo, lo que incluye la posguerra que, recordemos, fue un Auschwitz sin vallas. Jamás he oído a mis tías o a mi padre hablar de ello.