Por cierto, otra vez tuve anoche esa pesadilla recurrente con los xenomorfos de la película Aliens aunque en un edificio subterráneo.
Llego en una especie de nave a un lugar abandonado. Hay una edificación sin ventanas, de altura baja, con un portón de acero o algún otro metal, muy reforzado.
Entro. Es un hall enorme, con piso de mármol, paredes revestidas de salpicré o similar, luces cenitales, todo muy aséptico. En el centro de la estancia hay una gran columna central que alberga dos ascensores tipo montacargas, y una puerta, también muy reforzada, que da a unas escaleras descendentes.
Tanto los ascensores como la escalera llevan a un décimo subsuelo, en donde hay otro salón esta vez mucho más futurista aunque con un dejo decadente, como si fuera una tecnología avanzada para nosotros pero obsoleta para quienes la construyeron.
Hay esta vez un solo ascensor en el pilar central, con un piso de chapa cribada. El ambiente se siente tenso, extraño. Entro al ascensor y miro hacia abajo. Allá, muy por debajo, alcanzo a ver entre las penumbras algún movimiento vago, incierto.
El ascensor desciende, cada vez más abajo en las entrañas de este planeta ajeno a la humanidad.
De pronto lo comprendo y, horrorizado, presiono el botón de detención de emergencia: lo que al principio percibí como un movimiento es en realidad un grupo gigantesco de xenomorfos apretujados contra el fondo del hueco de este ascensor, todos ellos retorcidos, intentando ascender aunque sin éxito.
Entre el piso del ascensor y esa masa biológica infernal debe haber tal vez cien metros iluminados por una luz rojiza lo suficientemente fuerte como para no dejar lugar a las dudas.
El ascensor ya no responde. Las luces comienzan a parpadear, a desfallecer. Alcanzo rápidamente la última puerta antes de mi perdición: un último piso, con su correspondiente acceso, en el que apenas quepo. Allí abajo siento rebullir los cuerpos oscuros de esas entidades demoníacas. Los escucho rasguñar las paredes, cebados por mi olor y por el hambre de vaya a saber cuántas décadas, o quizá siglos.
A duras penas alcanzo ese remoto piso (afortunadamente desconectado del abismo de las bestias), y busco la forma de trepar, de volver a mi nave y de huir de esta demencia. Pero es inútil: no hay conexión con el Hades, pero tampoco hay escalera a la Salvación.
Mi destino es horrible: morir de inanición en un salón aséptico y oscuro, o arrojarme al encuentro de las fauces que debajo ansían mi carne.