He rescatado esta cosilla que escribí en 2008, porque me parece importante conmemorar el centenario de la Tregua de Navidad, en el que unos cuantos soldados demostraron que una guerra se podía detener simplemente no haciéndola.
Mira por dónde he encontrado el momento perfecto para ponerme el Napoleón de Ridley Scott, porque tengo que doblar ropa y no sabía que poner en la tele de mientras.
Qué película más mala, me cago en mi vida. Y al final un recitatorio de los muertos "causados" por Napoleón, como si las siete coaliciones de los soberanos absolutistas y los ingleses no hubieran tenido nada que ver.
Las ha faltado poner que Napoleón mató a Manolete, pero claro, para eso hubieran tenido que nombrar España, que no se nombra en ningún momento de la película.
Ayer por la mañana iba yo así, descuidado por la calle como de costumbre, camino de mi bar de cabecera, cuando reparé en uno de los árboles que flanquean la travesía del pueblo. Es un árbol grande, de hoja perenne, aunque ahí terminan mis conocimientos de botánica. Sin embargo, y aunque ese árbol está ahí todos los días (cosa curiosa, nunca se mueve del sitio), sólo ayer reparé en la espectacularidad de su copa, frondosa, verde como la madre que la parió; todo un desafío al frío otoñal y una promesa escrita en los ojos de que vendrán mejores tiempos, que estos días cortos, encapotados y ventosos no son sino un paréntesis. A uno y otro lado de ese árbol, una larga hilera de pinos, también grandes y de amplísimas copas, terminaban de dibujar el paisaje de la calle por donde el tráfico transportaba a la gente a sus quehaceres. Esos árboles son como una frontera, un parapeto entre la prisa de los coches y la quietud del resto del pueblo.
Y entonces me vino una de mis ideas recurrentes en todo este año, y es que en cualquier otro universo, yo no debería estar mirando ese árbol, sino encerrado en una oficina, o peor aún, formando parte de ese tráfico de la travesía. Y, en fin, sonreí para mis adentros y seguí mi camino hacia el bar.
Este año no sé si pedirme el barco pirata de los clicks, o ceñirme a algo que me sea realmente útil, como un volante con pedales para jugar a los juegos de coches.
La magia de la Navidad que El Corte Inglés le ha robado desde siempre a todos los hijos de sus empleados, cuyos padres nunca han podido disfrutar de un día de Reyes con sus hijos.
No me vea el olorsillo a papas al horno con sebollita, tomate, orégano y tomillo que sube por la escalera parriba... Me van a llegar los colmillos al suelo.
Pues es muy sencillo: conforme terminan de responder a la encuesta, a los que piden enviar tropas se les viste de uniforme, se les mete en un tren y se les manda a la puta estepa rusa a jugar a Rambo. Verás cómo se les quitan las tonterías antes incluso de salir de Atocha.
¿Habremos pasado el punto de no retorno en el que ya no podemos acabar ni limitar el poder de los megarricos? Quiero pensar que no, pero la actualidad me sugiere que sí.