Mi primera amistad fue Felipe. Nos conocimos pegándonos, el verano que llegamos a la luna. Era mayor que yo, y siempre escuché sus consejos en lo que se refiere a desengaños: a él le dieron calabazas antes que a mí, y aprendimos a reírnos de lo que más duele. Se fue este mes de octubre, y todavía no he sido capaz de llorar. Tengo un nudo que solo podré desatar cuando vea a su familia. Mi trabajo es zurcir el pasado, el suyo era construir el futuro. Era maestro de escuela. #LosAlmeida
La culpa. Recuerdo perfectamente mi primer delito, o pecado, o lo que sea la primera maldad por la que un niño de 4 años se siente culpable. Robé plastilina en el parvulario. Nunca me castigaron por mi crimen, solo por dejar mi casa llena de manchas de aquella pegajosa sustancia. Nunca confesé, ni siquiera cuando nos preparaban para la primera comunión. Hoy sé que no fue robo, sino hurto, y que un niño de 4 años es tan inimputable como el rey emérito. Pero me sigo sintiendo culpable. #LosAlmeida
Cuando llegó la República mi abuela tuvo que sindicarse, y escogió la FAI. En mi familia nunca lo entendimos porque -remedando a Valle- mi abuela era guapísima, católica y sentimental. Pero se hizo tan anarquista como católica, y se aprendió los himnos libertarios como quien se aprende el catecismo.
Era una anarquista muy rara: en la guerra escondió a unos curas, y así consiguió casarse por la Iglesia.
Cada primero de mayo nos cantaba Hijos del Pueblo.
Cuando mi bisabuela Pilar conoció a su nieta, todo cambió para mi abuela Paca, La Roja. La protegió siempre frente a cotillas, chismosas y alcahuetas, y volcó la poca ternura que le dejó la guerra en la pequeña Pilar.
#LosAlmeida siempre vivieron bajo un matriarcado de mujeres duras como el granito sobre el que se levanta mi pueblo. Si Pilar Sánchez tosía, todos los Almeida se ponían firmes. Solo he conocido a alguien parecida, y está conduciendo el coche por la M30, insultando a medio Madrid.
Fernando murió a los 18 años, de un ictus. No quiso cambiar su carnet de flecha por el de falangista adulto, y se le negó un homenaje póstumo. A raíz de ello María rompió su carnet de Falange.
Era una mujer de armas tomar. Tanto, que protagonizó un escándalo años después, cuando huyó a Portugal para casarse con un divorciado. Pecado mortal, poca broma.
La primera mirada con la que se encontró aquella anarquista de 29 años helaba la sangre.
La hiela todavía hoy. Mi bisabuelo Juan Antonio se afilió a Falange en junio del 36, junto a sus hijos María y Fernando. Miguel era soldado de Franco, y a mí me tocó el abuelo rojo y catalán de adopción: Pedro, en el exilio.
La inteligencia artificial resucita a mi bisabuelo. En blanco y negro daba más miedo.
Aquí tienen la historia de Manuel Vital, que al igual que su hermano Diego fueron amigos de mi madre, cuando ya todos vivían en Barcelona. Siempre hablaban, con eufemismos para no asustar a los niños, de que su padre había sido ‘paseado’.
49 espinas dorsales, 49 víctimas de la represión, entre ellas el legítimo alcalde, de Izquierda Republicana.
Todos ellos arrojados a la mina Terría por defender la libertad y la democracia en la Segunda República, tal como indica el mausoleo donde se les rinde homenaje, tras ochenta años de olvido.
Mi abuelo podía haber estado ahí, como el abuelo de mi amigo Manolo. O como el padre de Manuel Vital, un luchador obrero mítico, que emigrado a Barcelona secuestró un autobús.
Mi madre nunca quiso que ingresase en los boy scouts ni nada parecido. Decía que el único uniforme que debe llevar un niño es la bata del colegio.
Entre los cientos de fotos que encontré en el viejo caserón de #LosAlmeida está esta foto, terrible, de niños desfilando disfrazados de falangistas, con fusiles.
Cuando vi la foto entendí a mi madre. Solo me he puesto un uniforme, además de la toga, el de jugador de rugby.
Mientras el coche enfila las últimas rectas de Toledo antes de entrar en Extremadura voy recordando la habitación de los muertos, que es como llamábamos en la familia a la pequeña alcoba donde estaban colgados todos los retratos de #LosAlmeida fallecidos.
Esa habitación ya no existe, ha sido sustituida por un vestidor lleno de espejos. Y no dejo de pensar, cuando me miro en esos espejos, que yo soy el próximo fantasma que ocupará esa habitación.
Avisen si les aburro con tanto paisaje y tanto fantasma. Estoy encontrando muchas cosas que a mí me fascinan, pero que quizás a ustedes les cansan. Los fantasmas se alimentan con nuestros recuerdos, y no desaparecen mientras alguien se acuerda de ellos.
Mis fantasmas se alimentan de ustedes.
La Raya es nuestro Poniente. Y mi juego de tronos es la historia de mis mayores. No olviden que en Cáceres hay varios monumentos naturales sobre los que un día volaron dragones.
Aquí tienen a las auténticas chicas del cable. Las llamadas telefónicas tenían un coste prohibitivo y establecer conferencia entre Barcelona y Extremadura requería un tiempo de espera. Carecíamos de toda privacidad: las telefonistas lo podían escuchar todo.
Desarrollé un sexto sentido para las relaciones a distancia, gastando una fortuna en conferencias y en viajes.
Tras muchas cartas conseguí casarme con una extremeña que me invitó a un congreso de derecho y telecomunicaciones.
Tras ganar la guerra, que en su caso era ganar a su hermano Pedro, mi tío abuelo Miguel se quedó en Barcelona, también en Sant Andreu, y como el fundador del Grupo Planeta, se casó con una catalana, mi tía abuela Emiliana.
Como se ve en la foto, sobre una colcha de crochet, eran guapos a rabiar. Su teléfono de baquelita fue el segundo Almeida de la guía telefónica.
Estaba claro que lo nuestro eran las telecomunicaciones. Mi familia gastaba una fortuna en conferencias al pueblo.
La gente que pasó la guerra y la posguerra no tiraba nada. Mi madre lo guardaba todo. Y prueba de ello es esta felicitación de la Navidad de 1969, mi primer rastro documental.
Gilberto Pedrosa ejerció de patriarca familiar al morir mi abuelo, y es el destinatario de la carta, que representa el cruce de dos generaciones de #LosAlmeida, la de los años 30 y la de los años 60.
En 1975 sufrió un infarto en plena feria, me llevaba al tiovivo. Y me quedé por segunda vez sin abuelo.
Una mesa camilla, un sofá de madera, sillones orejeros y sillas de rejilla. En las paredes encaladas, un viejo reloj, vieja cerámica y viejo cobre. Y una bacía de barbero como la de Don Quijote.
A mi alrededor, los fantasmas de mi abuela, anarquista de la FAI, y mi tía abuela, camisa vieja de Falange: siempre juntas, siempre discutiendo. También los de Luis Antonio y Felipe, sonriendo.
Esta noche en el zaguán sólo habrá leña. Pasaré nochebuena con los vivos.
Vuelvo al presente. Mañana tres amigos de siempre celebraremos juntos haber llegado a sexagenarios, algo raro teniendo en cuenta que las drogas, el SIDA, el cáncer y la carretera se llevaron por delante a buena parte de nuestra generación.
Va a ser difícil no llorar por los ausentes, especialmente por el último en irse, Felipe. Ayer vi su lápida. Bajo su nombre, maestro y titiritero, y el lema Salud y República.
También era poeta, y mejor que yo. Disculpen si mañana no escribo.
De entre todas las presencias de la casa, la más poderosa siempre fue la de Gilberto Pedrosa.
Tenía unas manos privilegiadas para tocar cualquier instrumento musical o herramienta. Reparaba relojes y todo tipo de objetos, un hacker avant-la-lettre.
Enfadó al tío rico de su primera mujer, Lucio Tomé Feteira, y tuvo que salir huyendo, primero a Brasil y después a Alemania. Vivió en Barcelona la revuelta de Companys, y acabó instalado en mi pueblo.
Mi tatarabuela Teresa Colorado, citada en una partida de nacimiento de 1917, durante la Revolución Soviética. Otra matriarca que vio a Alfonso XII inaugurar la estación hoy abandonada.
Mis fantasmas viven en los papeles, en las fotografías y en los recuerdos de un viejo zaguán que fue horno de pan cocer, barbería, cuarto de estar, habitación de invitados, escenario de mis guateques con música punk y rumba quinqui, y hoy es leñera.