Paso estos días con mi pequeña familia; gente amable, tranquila y respetuosa. Pero aún así para mí es un desafío mantener la cordialidad durante 3 días seguidos de asueto con la charla y la comida como actividad principal.
Además, hace 3 años dejé de beber y ya no puedo recurrir al alcohol para facilitarme la tarea. Y según pasan las horas se nota quien va dopado y quien no.
El proceso me agota mucho más que mi día a día laboral. Tengo una batería social de níquel viejo.
Voy arañando horas sueltas para escabullirme y que mi mente logre relajo con alguna actividad solitaria, pero no me da para cargar la batería entera. Así que acabo funcionando en modo automático; fingiendo las emociones de cordialidad suficientes para no ofender a nadie.
Y aún así, al final de la noche, empiezo a enajenarme. Me preguntan qué me pasa y les soy sincero: estoy agotado de socializar.
Son buena gente, me entienden. Tengo suerte.
No aspiro a que me gusten estos planes. Hoy por hoy no me iría a pasar un fin de semana de asueto ni con un grupo amigos ni con familia. No lo disfruto. No es para mí.
Pero sí quiero poder aportar a gente que me quiere, que se lo merece, esa presencia cordial que para ellos es importante en momentos señalados.
Creo que voy haciendo pequeños avances. Voy encontrando mis formas particulares de estar.
Y como la charla espontánea me aturde y me exaspera, ayer me dediqué a preguntarles uno a uno por cosas que realmente me interesan de sus vidas.
Mi tía Araceli me contó cómo fue cantar con su coro en el auditorio nacional, donde les invitaron para un concierto benéfico de Manos Unidas.
La pareja de mi primo, Míriam, me contó los años que su padre se pasó enrolado en la marina francesa a bordo de un submarino.
Mi tía Cruz me puso al día sobre sus viejos compañeros de trabajo del ministerio de exteriores. ¿Se jubilaron en España o se quedaron en países lejanos?
Luego me cogí un libro, y mientras esperaban al brindis con champán, me puse a leer.